Adolfo y Felipe eran más que compañeros de aula; eran hermanos de la infancia, inseparables en el aula y en las travesuras, en la alegría y en la responsabilidad. Desde sus primeros años en la escuela primaria, destacaban no solo por su conducta ejemplar, sino también por la confianza que inspiraban. El profesor Eladio, maestro y director del colegio, veía en ellos reflejos de integridad y compromiso. Tal era su estima, que les confiaba un encargo insólito para unos niños: las llaves del aula. Cada mañana, cuando el alba apenas despuntaba, Felipe y Adolfo eran los primeros en llegar, abrían el aula y disponían todo para que los estudiantes registraran su asistencia, pues el director ya no tardaría en llegar para abrir la dirección y hagan lo mismo los profesores.
El tiempo, siempre implacable, siguió su curso, y aquellos niños fueron dejando atrás los juegos infantiles para dar paso a la adolescencia. Ya con trece y catorce años, en el último grado de primaria, recibieron una nueva encomienda de manos del profesor Eladio. Ahora, además de abrir la puerta del aula, debían recoger los panes de la panadería “La Central”. Para esto Felipe iría a la casa de Adolfo y ambos irían por los panes; recogían los dos costales de rebosantes panes fresco para el desayuno escolar. En la escuela, una madre de familia ya los esperaba para preparar la leche humeante, el cuáquer con frejoles o el cuáquer y la mazamorra de trigo con leche que, poco después, sería servida con esmero por las madres voluntarias a los pequeños estudiantes.
Para Felipe y Adolfo, estas tareas no eran una carga, sino un motivo de orgullo. No solo aprendían de libros y pizarras, sino de la vida misma, entendiendo desde temprano el valor de la responsabilidad y el servicio. Y pese a sus múltiples encargos, jamás descuidaron sus estudios. Seguían siendo alumnos disciplinados, cumplidores de sus deberes, atentos a cada enseñanza impartida en el aula.
El invierno trajo consigo los preparativos para el gran desfile escolar del 28 de julio. En aquellos tiempos, la patria se sentía en el pecho, y la escuela entera se organizaba con fervor. Los batallones estudiantiles tomaban forma bajo la estricta mirada de los profesores. Adolfo fue elegido para desfilar con gallardía, mientras que Felipe, con el mismo orgullo, se integró a la Banda de Guerra. Su disciplina y compromiso les valieron un nuevo encargo: custodiar las llaves del cuarto donde se guardaban los instrumentos. Con la misma entrega de siempre, llevaban el registro meticuloso de cada préstamo, asegurándose de que cada alumno asumiera su responsabilidad.
Eran otros tiempos, aquellos en que la educación se forjaba con disciplina y rigor. “La letra con sangre entra”, decían los mayores, y aunque la severidad era parte del aprendizaje, la enseñanza iba más allá de la memorización. Se estudiaba en jornadas largas, sin loncheras abundantes ni mochilas de marca. La escuela y el hogar se fundían en un solo propósito: formar seres humanos íntegros, donde la educación no solo se enseñaba, sino que se vivía.
Hoy, Felipe y Adolfo han seguido caminos distintos. Adolfo, descendiente de japoneses, partió a tierras lejanas en busca de nuevas oportunidades en el país de sus ancestros. Felipe, en cambio, se quedó en Cañete, arraigado a la tierra que lo vio nacer y crecer. A pesar de la distancia, la tecnología ha sido el puente que ha mantenido vivo su lazo. En sus conversaciones, el tiempo parece detenerse, y cada recuerdo compartido es un eco de la infancia que aún los une. Y aunque los años han pasado, una promesa sigue intacta: el reencuentro. Pronto, dicen, volverán a abrazarse como en aquellos días de escuela, cuando sin saberlo, construían juntos los cimientos de sus propios destinos.
(Resumen de la historia de los niños Adolfo y Felipe, con su profesor y director Eladio Bernardino Hurtado Vicente, en el ex-459 de Imperial)
