EL “COLCHONERO”… Por: Felipe G. Huamán Gutiérrez
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Publicado en 17/12/2024

Tenía apenas entre 9 y 11 años cuando me ofrecieron un trabajo en la hacienda. La emoción fue inmediata; acepté sin dudar, aunque poco sabía de qué se trataba o dónde sería. La propuesta llegó a través de un conocido de confianza, alguien respetado por mi madre. Su aprobación selló el acuerdo, y mi entusiasmo creció al imaginarme como parte de los hombres que trabajaban la tierra. El día comenzó temprano, con el traqueteo de un viejo tractor John Deere verde, cuyos años se notaban en la pintura desgastada y el rugido poderoso de su motor. El chofer, un hombre curtido por el sol y el trabajo, me hizo un gesto para que subiera. Sin pensarlo dos veces, me trepé al asiento metálico al lado suyo, con la sonrisa de quien se siente parte de algo grande. Partimos rumbo a las vastas chacras de papas, mientras el aire fresco de la mañana acariciaba mi rostro. Al llegar, observé cómo el chofer vertía un líquido blanquecino en el tanque que el tractor arrastraba, una mezcla de veneno e insecticida que luego diluyó con agua. Con precisión, bajó los largos brazos de metal del tanque, unas estructuras llenas de boquillas que parecían alas extendidas, listas para rociar el campo. Estas cubrían más de ocho hileras de papas a la vez, y al moverse, el rocío creaba un brillo que danzaba bajo el sol. Pero mi tarea no era manejar el tractor ni operar la maquinaria. Mi misión era mucho más crucial de lo que parecía a simple vista: cargar almohadones de paja y colocarlos en las “cortaderas”, esas pequeñas acequias que cruzaban las chacras como venas vivas, asegurando que el agua llegara a todas partes. Los almohadones servían para proteger los bordes de las acequias de las llantas del tractor y evitar que el tanque cisterna tropezara en los desniveles del terreno, causando daños o interrupciones. El trabajo era un ir y venir constante. Apenas el tractor terminaba de pasar por una sección, yo debía correr a recoger los almohadones y llevarlos a la siguiente subida, donde el ciclo se repetía: el tractor avanzaba, las boquillas esparcían el veneno, y yo volvía a colocar los almohadones en su lugar. El olor acre del insecticida se mezclaba con el aroma terroso de las plantas de papa, creando una atmósfera que nunca he olvidado. A pesar del cansancio y de los largos recorridos bajo el sol, no me sentía agotado. La idea de trabajar en algo importante me llenaba de órgullo, y en mi mente iba calculando cuánto dinero recibiría el sábado, el ansiado día de pago. Imaginaba el crujir de las monedas en mi bolsillo y cómo sorprendería a mi madre con un pequeño aporte para la casa. Así pasaban las horas, entre el rugido del tractor, el crujir de la paja y mis pasos veloces sobre la tierra arada. Ese día, aunque sencillo, marcó una parte de mi niñez que todavía guardo con cariño: el órgullo de aprender a trabajar y sentirme útil en un mundo de adultos. (Sucedió en la ex Hacienda Hualcará)

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