En la función pública se tiene un sinfín de normas y reglamentos deontológicos y conductuales, existen códigos de ética, reglamentos y manuales que marcan el derrotero del desenvolvimiento del operador público, no en vano en nuestro país hay normas para todo, normas que conceden y normas que prohíben; solo basta ser un poco acucioso para buscar y encontrar el bagaje normativo que compete a cada perfil de funcionarios y servidores.
No obstante, también es cierto que tan amplia como es la variedad de dispositivos legales, es amplia también la laxitud de su cumplimiento por los ciudadanos que se desempeñan en la cosa pública, pues dicha función es una tarea sumamente delicada, y no puede restringir draconianamente el accionar de los operadores, pues cabrían vacíos de acción que ralentizarían y afectarían severamente la administración de servicios a la población. Es decir, que muy abrazados al viejo aforismo del “que puede lo más, también puede lo menos” y viceversa, todos los funcionarios y servidores rebasan ligeramente la frontera de su función específica para cubrir espacios que -generalmente por falta de presupuesto y recursos- quedan huérfanos de responsable, o que por las mismas razones se tornan una carga administrativa superior a las capacidades normales de un operador cualquiera.
A esto último, hemos de remitirnos a la administración de justicia para mejor ejemplo, en el que muchos hacen todo, superando las jornadas ordinarias, incluso hasta las madrugadas, para retomar inmediatamente la jornada posterior, y aùn así la carga es grande, pues hay jueces que fungen de auxiliares cosiendo y foliando expedientes; secretarios que hacen de asistentes tramitando cédulas; auxiliares que dan soporte a los especialistas proyectando instrumentos, especialistas que alivian la carga elevando propuestas pre elaboradas. Y es que funcionarios y servidores, asumen el servicio de administración de justicia con expreso compromiso de atender las causas que conocen. Aun así, la tarea es ardua, pero digna.
Ahora bien, debe anotarse que uno de los principales y más peligrosos factores que atentan contra la administración pública es la Corrupción, desde la más cotidiana: una golosina o algún dinero a cambio de celeridad, hasta la más aberrante y denigrante, que es vender la Justicia. Y es que sí existe tal monstruo rondando los pasillos de los juzgados, buscando un débil de dignidad para someterlo y complacerse de su miseria, pero este monstruo no es una caricatura de ficción, sino más bien uno igual a cualquiera de nosotros, a veces de camisa y corbata, a veces con rostro suplicante y lastimero, y otras con un fotocheck o una cinta colgando del cuello.A este monstruo le debemos la indignación y la impotencia de las injusticias, de los abusos, de los atropellos, de la impunidad; a este monstruo de la Corrupción le debemos el sufrimiento de niñas ultrajadas, de familias destruidas, de gente sin hogar, y de delincuentes libres, orondos y panudos que ostentan una libertad lograda a costa de la angustia del pueblo y la podredumbre de sus conciencias.
Y cuanto peor aún, la Corrupción no anda sola, arrastra a quien la ve y no la denuncia, a quien la normaliza, a quien la encubre; pues el que sabe y calla también es cómplice de una ominosa mansedumbre vil, también degrada su condición profesional y cívica al permitir que se trate como objeto de cambio la dignidad de sus semejantes, o se percuda el más sublime de los valores: La Justicia.
Tal vez se debería concluir esta conjetura elevando el compromiso desde esta -no tribuna de expectación- sino una esquina del cuadrilátero, un frente de batalla, o hasta incluso uno de los bastiones institucionales que persiste en defender la majestad del Poder Judicial y de la judicatura, a través de la promoción de valores y la ética en la función pública encomendada a los operadores del sistema de Justicia.